E. Raúl Zaffaroni arroja una hipótesis sobre nuestro presente político: Dice Zaffaroni que es muy probable que seamos víctimas de un verdadero experimento político, consistente en verificar hasta qué punto la tecnología puede adormecer a una Nación para reducirla a una simple factoría.
En los últimos meses nuestro país viene experimentando un ensayo de parcial destrucción sistemática del Estado, curiosamente considerado como una organización criminal por el titular del poder ejecutivo, que insólitamente promueve su desbaratamiento con un claro objetivo, que no es ahora el de los viejos vendepatrias de otrora, sino el de los regalapatrias de última generación.
Menos todavía se trata de la reiterada y simplista cuestión de izquierda o derecha, como si todo pudiera leerse según acomodaron sus sentaderas los franceses de fines del siglo XVIII.
Lo que se quiere regalar es nuestra soberanía, nuestras riquezas naturales, nuestro derecho a regular la distribución de la riqueza, nuestra jurisdicción que se quiere ceder a arbitrajes manejados por las corporaciones transnacionales, nuestra moneda nacional y nuestra propia política monetaria, nuestras industrias y fuentes de trabajo, nuestro desarrollo científico y tecnológico, nuestras universidades, la alimentación y la salud de nuestros habitantes, la supervivencia de los más débiles. En síntesis: se nos propone directamente arriar nuestra bandera, la que Belgrano levantó a orillas del Paraná, para guardarla como recuerdo del pasado, dejándonos a merced de los trapos multicolores del tardocolonialismo financiero.
Si bien es cierto que muchas veces se invocó el sentimiento nacional para manipularlo, no es menos cierto que una cosa es pretender manipularlo y otra muy diferente es querer destruirlo, es decir, adormecernos o sedarnos como Nación.
En verdad, no se intenta convertirnos en una colonia al viejo estilo, porque allí el colonizador asume al menos cierta responsabilidad, sino hacer algo así como la originaria ocupación británica de la India, llevada a cabo por una empresa, hasta que, después de la rebelión de los cipayos, el gobierno de Londres decidió hacerse cargo y asumir la responsabilidad de potencia colonizadora incorporándola a su imperio. En nuestro caso no se trataría de una empresa, sino de quedar por completo abiertos a los intereses de todas las corporaciones transnacionales.
El ejecutivo acompaña discursivamente este propósito con un máximo desprecio por nuestro sentimiento nacional. Así, eleva a la condición de heroína a la baronesa Thatcher, al tiempo que, con pasmosa torpeza, abandona nuestra tradicional posición de neutralidad activa por la paz para comprometernos en conflictos lejanos, con posibles consecuencias para nuestra seguridad, es decir, con riesgo para nuestras vidas, olvidando la desgraciada experiencia que sufrimos hace poco más de tres décadas. De paso, tampoco se ahorra burlarse promoviendo a una diputada terraplanista como secretaria de la comisión de ciencia y técnica.
Todo esto es por completo novedoso no solo en nuestra experiencia política nacional, sino en el mundo: no hay otro caso análogo de un ejecutivo que no solo quiera demoler por completo cualquier mínima resistencia al colonialismo, sino que incluso ensaye una cordial invitación para convertirnos en una factoría.
Frente a esto es menester bajar con urgencia todas las banderas y alzar únicamente la azul y blanca, pero de momento no se produce una reacción potente en ese sentido, salvo la del sindicalismo, los estudiantes y los organismos de derechos humanos. En otra circunstancia esta suerte de sedación del sentimiento nacional hubiese sido inconcebible.
Por cierto, abundan las explicaciones coyunturales, pero no son satisfactorias. Los errores de gobiernos anteriores, la decadencia de la política concentrada en sus rencillas internas o la debilidad de la conducción, son sin duda factores, pero no alcanzan para explicar este fenómeno. Nada de eso nos permite comprender cabalmente la tibieza de la reacción ante el triste espectáculo de bajar la azul y blanca.
Quizá exagere en alguna medida la importancia de la República Argentina en el complicado mundo actual, que tampoco reacciona con fuerza ante los tremendos riesgos que amenazan a la humanidad. Es esto posible, no lo niego, pero de todos modos y a título de hipótesis, considerando la singularidad del fenómeno que sufrimos, me atrevo a sostener que es muy probable que seamos víctimas de un verdadero experimento político, consistente en verificar hasta qué punto la tecnología puede adormecer a una Nación para reducirla a una simple factoría.
La cuestión de la técnica fue planteada desde hace muchos años por diferentes filósofos y pensadores. Incluso hay un claro eco de esta preocupación en las palabras de Hipólito Yrigoyen en diálogo telefónico con el presidente Hoover el 10 de abril de 1930, ocasión en la que afirmó que el avance tecnológico no era paralelo al progreso moral de la humanidad. A mediados del siglo pasado, cuando la tecnología alcanzó la posibilidad de destruir a la humanidad, se acentuó la centralidad de esta cuestión para múltiples filósofos y pensadores, con una gama de perspectivas diferentes que alertaron sobre la cuestión, desde Martin Heidegger hasta Romano Guardini.
La civilización –llamada occidental- había acumulado conocimiento conforme a la pauta señalada por Francis Bacon en el siglo XVII: todo saber empírico es para dominar a la naturaleza. Lo que los pensadores plantearon con particular insistencia en el siglo pasado es que esa pauta deja pendiente de respuesta una pregunta fundamental: ¿Para qué dominar a la naturaleza? Más sintéticamente: ¿Para qué el poder?
Sin una respuesta racional, la tecnología siguió su curso, el creciente saber potenció y permitió guerras más crueles y genocidios horripilantes, hasta llegar a un punto en que, además de este poder de destrucción material, la tecnología permite hoy inventar una realidad cada vez mucho más verosímil. La tecnología de comunicación, la inteligencia artificial, la personalización de los mensajes en base a los big data, las mentiras en las redes mal llamadas sociales, los monopolios comunicacionales, los (de)formadores de opinión mercenarios, los troll, en conjunto habilitan un ejercicio de poder que neutraliza los datos de la realidad del mundo, los reemplaza para condicionar sentimientos de odio extremo, inventa enemigos a los que es necesario aniquilar al estilo postulado por Carl Schmitt como esencia de la política.
El poder de la tecnología ya no es un mero poder físico de coerción y destrucción, sino que compromete la libertad de los ciudadanos, es decir, que afecta y hasta cancela su propio criterio para decidir, con el consiguiente riesgo para las democracias.
Pero la tecnología de manipulación del psiquismo no solo se dirige a quienes son proclives a descubrir enemigos a los que odiar y aniquilar, puesto que –por fortuna- no todos lo somos, sino que también procura neutralizar a quienes carecen de esa proclividad mediante una constante invitación a la indiferencia en soledad. Esta promovida pulsión a la soledad, es decir, a desentenderse del destino como integrante de una comunidad, a veces mediante la diversión y distracción constante, suele confundirse con el individualismo, que es algo por completo diferente: el individualismo bien entendido es la reafirmación de la libertad de elección de la persona en coexistencia con los otros; la soledad, por el contrario, es la indiferencia frente a los otros con quienes se co-existe en comunidad. El ser humano es por esencia existencia, que no puede ser sino como co-existencia; por ende, dificultar la co-existencia implica obstaculizar la realización de lo plenamente humano.
Lo que se pretende verificar con este experimento es si existe la posibilidad de generar tecnológicamente seres humanos incompletos, desequilibrados, aislados, solitarios, odiadores o indiferentes, privados de todo sentimiento de pertenencia o de integración comunitaria.
La hipótesis que me permito ensayar es la de que los argentinos estamos sometidos a un experimento que procura averiguar empíricamente hasta qué punto la tecnología puede desarticular a una comunidad, promoviendo odio o indiferencia frente al destino común, destruir impunemente hasta sus símbolos, neutralizar su sentimiento de comunidad nacional y reducir su Estado a un puro aparato de represión.
El pretendido anarquismo capitalista no es ni anarquista ni capitalista. Toda sana sociedad nacional se estructura en base a vínculos verticales o corporativos de autoridad, equilibrados con los horizontales y solidarios de comunidad. Si el Estado se redujese a un aparato represivo, pretendiendo eliminar los vínculos horizontales de comunidad en una inimaginable sociedad con puros vínculos verticales, esa sociedad no sería más que un amontonamiento de seres humanos solitarios, aislados, reducidos a la impotencia ante el poder y el Estado no sería otra cosa que el instrumento de control opresivo autoritario o totalitario de esa población sometida e informe. En este caso se trataría del sometimiento al poder propio de la actual etapa de financiarización de la economía que, como tal, tampoco responde al modelo histórico del capitalismo productivo.
Reconozco que se trata sólo de una hipótesis, pero no la considero fácilmente descartable, ante la ausencia –por lo menos cercana- de otro fenómeno análogo.
No se crea que esta hipótesis es pesimista, sino todo lo contrario. En la medida en que se trate de un experimento, estoy seguro que está condenado al fracaso, porque por poderosa que sea la tecnología, siempre tiene límites frente a lo humano, dado que nada de lo que existe en este mundo es omnipotente. De todas formas, en medio de la azul y blanca hay un sol sonriente. Todavía somos una sociedad y una comunidad fuerte, aunque sea posible adormecer por un rato su sentimiento nacional, pero séame permitido insistir en que en medio de la azul y blanca hay un sol sonriente. Solo que debemos prepararnos para reponernos de los costos humanos y curar las ya inevitables heridas que este funesto experimento dejará en nuestra Patria.
Eugenio Raúl Zaffaroni
*Profesor Emérito de la UBA
La Tecl@ Eñe