El licenciado en Física de la Universidad Nacional de Córdoba y profesor en universidades nacionales y venezolanas, Carlos Debandi, compartió su columna en AgenHoy radio.
Escribí país, porque Nación es un concepto superior. Casi llegamos a ser un país con personalidad de triunfadores. Nacimos mono productores, con aquel modelo agroexportador de vacas y trigo, fundado por aquella discutida Generación de los Ochenta, con Roca, Sarmiento, y algunos más a la cabeza, como estandartes de una ideología foránea, europea. Y supimos realizarla.
A esa misma Europa, que se había llevado siglos antes nuestras riquezas principales, el oro y la plata, en aquel nuevo entonces, le vendíamos todo lo que producíamos. Europa padecía hambre, y nosotros vendíamos comida que se fabricaba sola. Un negocio redondo, mientras duró. No duró mucho tiempo. Pero si lo suficiente para generar una riqueza prematura que hizo pensar al mundo que éramos una potencia. Incluso ahora, hay argentinos que todavía lo piensan, y rescatan aquel modelo primitivo, que no dejaba de ser, según definiciones actuales, un modelo de commodities. Que para buenos entendedores significa un modelo de transición. Si no se supera, pasa a ser un modelo terminal. Debieron pasar casi cien años para que realmente sentáramos las bases de un país en serio, que realmente pudiera ser una potencia. Avanzamos. Pero no supimos estabilizarlo.
En algún momento, durante esos cien años sucedidos, algunos precursores advirtieron: los países poderosos serán los industriales, los que sepan agregar valor a lo primario, y aprendan a ser innovadores. Porque eso generará trabajo; promoverá a la educación, distribuirá riqueza entre este crisol de razas que nos conforma; seremos Nación próspera, autoabastecida; tendremos una moneda fuerte, como los del Norte, como los de Europa. Y comenzamos a transitar, con esfuerzo, ese camino. Diferenciándonos del resto de Latinoamérica. Hasta tuvimos la suerte de que las dos guerras que padeció el planeta, a nosotros nos ayudaran a equilibrar nuestra balanza comercial, y servir de refugio a algunos sabios que vinieron a contribuir con sus saberes. Conocimos el desarrollo. Aprendimos a fabricar nuestros propios vehículos. Nuestros barcos. Nuestros aviones. Nuestras maquinarias, que fueron admiradas y adquiridas por países vecinos. (Nota: cuarenta años después, viviendo en Venezuela, formé parte de una pequeña empresa tecnológica industrial; tuvimos que comprar tres máquinas usadas: una guillotina para cortar chapa de acero de media pulgada, de tres metros de ancho, hermanada con una plegadora, y con una cilindradora, las tres fueron de marca Argentina).
Sigo. Aprendimos a explotar el carbón y el petróleo, para abastecernos. Arribamos en primeros lugares al desarrollo de la energía nuclear. Comenzamos a fabricar todo lo que creíamos necesitar. Y lo hicimos bastante bien. Tanto, que allá por los setenta/ochenta, cuando un tal Martinez de Hoz promovió las importaciones, si querías comprar una buena herramienta, o un enchufe o ficha para la luz, tenías que decir: “no quiero una brasilera o japonesa, deme una nacional, aunque cueste el doble”. Tuvimos mucho éxito durante algunas décadas, pero luego, fracaso tras fracaso, fuimos cayendo en el abismo común latinoamericano, con algunas luces, de tanto en tanto, y luego sombras. Aquel “aunque cueste el doble”, debió ser una señal que en ese momento no comprendimos.
El mundo estaba cambiando aceleradamente, y nosotros nos quedábamos encerrados en nuestro sitio de confort, sin entender lo que estaba sucediendo. Echándole la culpa al imperialismo, a los norteamericanos, a los ingleses, a los chinos, a los japoneses, a todos, menos a nosotros mismos, que comenzábamos a marchar a la deriva. Reinventamos la democracia, pero no sirvió de mucho. El país se había quedado sin ideas acertadas. Con el tiempo, aprendimos a decir: “Por favor, deme ese importado”. Habíamos dejado de ser el país modelo para Latinoamérica; el país industrial que trataban de ser los países vecinos para salir de sus economías limitadas por las producciones primarias: cobre en Chile; Estaño en Bolivia; Café en Colombia; bananas en Ecuador; caucho en Brasil; petróleo en Venezuela; vacas todavía, en Uruguay. Nota: Cuando finalizaban los noventa, me invitaron a dar una conferencia para Pymes en Perú. Al llegar, para ajustar el enfoque, pregunté: ¿Como son las pequeñas empresas en Perú? El noventa y seis por ciento de ellas tienen menos de cinco empleados, la mayoría tienen menos de tres, me respondieron. Tuve que improvisar un libreto diferente al que yo llevaba. Otra Nota: viví quince años en Venezuela, produciendo, desde mis saberes y experiencia, tecnología para la industria básica del aluminio. Los venezolanos sabían, y querían, pero no podían salir de la trampa del país petrolero. No podían, desarrollar una estructura Pyme industrial, como la de Argentina, decían. El propio Chávez lo intentó con un programa a subsidiar tratando de crear “las doscientas industrias socialistas”, y abrieron el proyecto a emprendedores latinoamericanos, particularmente a los argentinos.
Ese programa fracasó, se corrompió, hasta que el propio Chávez lo desactivó. Venezuela anda hoy a los tumbos, tratando de recuperar su economía, todavía con el petróleo, en una profunda crisis política y social. Mientras sus exsocios ricos de la Opep, ya están apostando por el turismo y el desarrollo, ofreciendo sueldos asombrosos a expertos venidos de todas partes, para que los ayuden a superar ese modelo, que saben que tiene vuelo corto. A ese viejo modelo, fuerte, pero muy acotado en el tiempo, estamos nosotros apostando ahora, con el proyecto Vaca Muerta. Venderemos energía -decimos- y pensamos que con eso seremos ricos, volveremos a ser aquella potencia de los fundadores… Seguramente Vaca Muerta producirá riqueza y divisas por unos cuantos años. Pero si no surge una generación de desarrolladores de industrias, de innovación, de conocimientos, de tecnología, volveremos a caer, en poco tiempo, a este fracaso que no entendemos ni aceptamos. Se está tratando de enderezar la llamada macroeconomía; está bien, pero si eso no se utiliza para desarrollar también la micro; para recuperar el crecimiento social; la capacidad técnica; el espíritu creativo a través de la capacitación y el aprendizaje; si no recuperamos la intención de hacer nosotros mismos la mayor parte de lo que requerimos….
Estaremos jodidos hermano, como lo estamos ahora, después de haber transitado ese largo camino que estuvo cerca de alcanzar la meta, pero fracasamos. Última nota: algunos prefieren pensar y decir: “nos hicieron fracasar”. Es lo mismo, digo yo, que lo que le sucede al boxeador que explica su nocaut diciendo: “fue la trompada que el otro me pegó”. No la supiste esquivar hermano, y de eso se trata, también, la pelea.
Hasta aquí llegamos hoy. Falta mucho, todavía.
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